2. En camino hacia el encuentro con Cristo Jesús

Iglesia de Jesucristo del Universo

A cargo de Mauro

30.11.2025

La Encarnación y la venida de Jesucristo a la Tierra cambiaron la historia. Sería mejor decir: el amor del Padre que envía al Hijo, el amor del Hijo que acepta y viene a encarnarse, y el amor del Espíritu Santo que lo encarna en el seno de María Santísima, cambiaron la historia. Decimos: Jesús, es cierto, pero fue obra de la Trinidad con la participación de una criatura, María Santísima.

María Santísima fue y sigue siendo el instrumento por excelencia. Fue la primera criatura en acoger el amor del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, la primera en participar en la acción trinitaria. Y con esta acogida ella es un ejemplo para nosotros, nos muestra lo que hace la acción de Dios, lo que hace la acción del vórtice trinitario en quien acoge su amor y su voluntad. Esto es posible y es esto lo que Dios quiere hacer con cada hombre; la voluntad de Dios, que no desea otra cosa que el bien de la criatura. Si observamos, es un amor que no se resigna a la pérdida de nadie, un amor que busca por todos los medios recuperar a todos y cada uno de los hijos y, con ellos y a través de ellos, recuperar la creación. Esa obra de recapitular todo en Cristo es el amor de la Trinidad.

Jesús, con esta Encarnación, haciendo la voluntad del Padre, se convierte en Rey, Señor del Universo, Señor de la historia y comienza con su obra, con su redención, justamente esta obra de recapitular todo en Él. Él es Rey en cuanto Redentor, es Rey porque es Sacerdote. Esta acción que comenzó con su nacimiento terminará al final de los tiempos, cuando entregue todo al Padre. En la última reflexión dije: todo está cumplido, pero no realizado. Jesús, en este momento, con su Iglesia, a través de sus instrumentos extraordinarios y ordinarios, sigue llevando a cabo esta obra hasta que la haya completado, pero debe completarla. Dios, y Jesús como tal, no deja nada incompleto. Es el mal, es Lucifer, cuya obra es solo destruir, quien no completa nada, no hace nada, destruye; en cambio Dios completa.

Cuando lo entregue todo al Padre, en aquel momento comenzará de nuevo la historia tal y como tenía que haber sido desde el principio, tal y como el Padre la había pensado: Cielo nuevo, Tierra nueva, hombres nuevos y Dios en medio de ellos. Para nosotros es fundamental tener no solo esta idea, esta visión, sino también esta fe, esta certeza, porque es esto lo que da sentido a todo lo que hacemos. Si no fuera así, la vida en la Tierra no tendría sentido. Y Jesús hace todo esto colaborando con el hombre, con su Iglesia. Una vez más, María Santísima es un ejemplo, es la discípula perfecta. Como discípula perfecta, es la colaboradora perfecta, es la Corredentora. El título de Corredentora no es que alguien haya querido dárselo o que ella se lo haya apropiado. Es la consecuencia natural de quien se ha unido plenamente al Hijo y participa en su acción; no puede ser de otra manera. No… no tiene ninguna lógica quitarle este título, si no es por pura malicia. Como Corredentora y Madre de la Iglesia, y por tanto de todos nosotros —Madre de la Iglesia, Madre de Dios—, como tal pide a cada uno de sus hijos, y por lo tanto también a nosotros, que seamos corredentores, porque como Madre no puede sino enseñar a cada uno de sus hijos a colaborar con Jesús, a participar en esa obra y así convertirse en corredentor.

Este ser Rey, este ser Redentor, Jesús lo hace en cuanto a Sacerdote, lo hace como Sumo Sacerdote. ¿Y qué hace? Aquí vemos la figura del sacerdote, válida tanto para el real como para el ministerial: asume sobre sí mismo y eleva el pecado y la limitación de la humanidad. Fijaos que es esto el sacerdocio nuevo. ¿Qué hace un sacerdote? ¿Qué debería hacer un cristiano como sacerdote que es por el bautismo? Asumir sobre sí mismo la limitación y el pecado, vencer la energía disgregante, la corrupción, y vencer también la muerte, en Jesús, con Jesús, por Jesús (he ido al revés: no dije por, con, en). Es aquí donde nace el sacerdocio nuevo, porque ya no se ofrecen sacrificios, se ofrece uno mismo; ya no se ofrecen dos palomas jóvenes… o los paganos que llegaban incluso a ofrecer a sus primogénitos: se ofrece uno mismo. Repito, esto vale para el sacerdocio real y para el ministerial, que acoge y reúne al real y lo eleva.

También en esto María Santísima es la primera, porque se ofrece con Jesús, la primera, la única. En aquella ocasión, bajo la cruz, es la única que se ofrece con Jesús; abre el camino para todos nosotros. Nosotros podemos ofrecernos y vivir nuestro sacerdocio, ser sacerdotes nuevos, porque Jesús lo hizo y María detrás de Él; de lo contrario, ni siquiera podríamos ofrecernos nosotros, no seríamos capaces.

Jesús es Rey y Sacerdote. Por lo tanto, estar unidos a Él, acogerlo plenamente, ser cristianos por el bautismo significa vivir nuestro sacerdocio real o ministerial, llevando de este modo toda nuestra vida, toda, lo que nos sucede, lo que debemos hacer, los pensamientos, las acciones, las situaciones, todo, con nuestro sacerdocio y unirlo a Él continuamente, a través de la Eucaristía, la Santa Misa. Ahí eres sacerdote, pero no solo en ese momento, allí das cumplimiento a tu sacerdocio, que tiene la gracia de hacerlo cada día, para luego salir de nuevo a recoger.

Vivir buscando esto -que en realidad es su amor- es un misterio, un descubrimiento, es una… una aventura —llamadlo como queráis— que requiere necesariamente una elección total. No puedes vivirlo a medias, no lo consigues. Ser cristiano necesariamente pasa a ser la misión de la vida, se convierte en la voluntad de Dios para nosotros, se convierte en algo natural, como respirar, como… Aquí eres sacerdote desde el bautismo y tienes que hacerlo, no es opcional, no es “lo hago un poco sí, un poco no”, no lo consigues, no puedes. Es… se convierte en… ¿en qué? La vida. Todo lo demás, el trabajo, la familia, todo… ya no es la vida, son esas cosas que encuentras, que vives para llevarlas al Padre en tu sacerdocio, pero la vida es el sacerdocio.

Aquí, por supuesto, pedimos ayuda al Cielo, a todos los santos, a toda la Iglesia gloriosa, para que nos ayuden y nos hablen de este amor, para que nos ayuden a encarnarlo, y nos ayuden a mantener viva nuestra fe y a no dejar nunca de pedir el retorno glorioso. Esta es la comunión de los santos, que nos ayuda a vivir como sacerdotes; no nos ayuda a vivir en la Tierra, nos ayuda a vivir como sacerdotes, independientemente de si estamos en la Tierra o dónde estemos. Ahora nuestra misión está aquí, pero la Iglesia gloriosa no está ahí esperando nuestras oraciones para complacerlas; está ante el trono de Dios, rezando. Está a nuestro alrededor, está a nuestro lado, con el ángel de la guarda, con los santos, con… para ayudarnos a comprender ese amor infinito de la Trinidad, del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

De este modo, llevaremos todo a Jesús, y Jesús lo llevará todo al Padre. Por tanto, el primer paso es acoger ese amor. “El día de Navidad” -dice Dios Padre en su mensaje- “puede ser cada día cuando acogéis ese amor[1]. Jesús, también sobre este día, dice: “Si queréis hacerme un regalo, acoged mi amor[2]. Acoger su amor significa reconciliarse con Él. ¿Qué significa reconciliarse con Jesús? Diréis: yo nunca he discutido con Jesús. Significa entrar en su pensamiento, entrar en su forma de actuar, en su forma de amar. Y ahí todos tenemos que reconciliarnos, nadie excluido. Ningún santo, mientras camine por la Tierra, está excluido de esta reconciliación, hasta llegar a ser una sola cosa con Él. Y aquí están todos los sacramentos: Él que entra en nosotros en la Eucaristía, Él que nos perdona, Él que nos unge, Él que despierta todos los dones en nosotros, Él que nos da el Espíritu Santo, primer don a los creyentes.

¿Cómo? Y aquí está el doloroso paso para la humanidad, porque para reconciliarse con Él hay que reconciliarse con su cruz. Reconciliarse con su cruz significa reconciliarse con nuestras cruces, con nuestras pruebas; significa buscar su pensamiento cuando estás siendo probado, buscar su manera de actuar mientras estás luchando, mientras estás enfermo, estás siendo probado: una cruz. Por lo tanto, pedir ayuda para comprender su pensamiento, no para escapar de la cruz. No pedir ayuda: “Quítame la cruz, cúrame”, sino “Hazme comprender”, “que tu pensamiento se imprima en mí, que sea mío”.

De este modo, las cruces —al permitir que Jesús nos toque, nos sane… sane nuestro pensamiento— nos llevarán a la resurrección, porque no debemos permanecer en la cruz, sino que debemos resucitar en cada cruz, por medio del Espíritu Santo, que será el don de Jesús cuando le recemos para comprender su pensamiento: «¿Por qué? ¿Qué quieres decirme?».

Entonces un camino como este nos conducirá y nos introducirá a la novedad de Dios, y precisamente porque es novedad, pensar que se puede hacer una oración en la que le decimos a Él qué es lo que tiene que hacer —porque nuestras oraciones suelen ser así—, seguramente es porque seguimos estando en lo viejo, ya que ninguno de nosotros conoce la novedad. Solo podemos estar dispuestos a acogerla.

Pues bien, os deseo a vosotros y a mí que podamos penetrar continuamente en este amor trinitario, de Jesús, de María, y entonces la vida se convierte verdaderamente en un continuo elevarse, pero no para elevarse: elevarse en la alegría, elevarse en la sencillez, en la paz, elevarse en toda situación.

 Que Dios bendiga esta humanidad, bendiga todos estos pasos, nos prepare cada vez más para su encuentro, encuentro con el Resucitado, con el Glorioso, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

[1] Cfr. Mensaje de Dios Padre del 25 de diciembre de 1998, publicado en el libro “Más allá de la gran barrera”, pág. 22.

[2] Cfr. Mensaje de Jesús del 25 de diciembre de 1998, publicado en el libro “Más allá de la gran barrera”, pág. 24.