Iglesia de Jesucristo del Universo
A cargo de Mauro
04.12.2025
Intentemos mirar con María Santísima, contemplar junto con Ella, en este tiempo de Adviento, el amor de la Santísima Trinidad.
Lo primero que me viene a la mente es esta humildad de Jesús, que va más allá… como podría ser nuestra humildad, reconocer lo que somos, criaturas necesitadas de todo: Él renuncia a la naturaleza divina para asumir la naturaleza humana; por lo tanto, entra en una dimensión de necesidades, en una dimensión en la que debe afrontar dificultades de todo tipo y de toda clase, y lo hace para devolvernos la realeza, la divinidad que perdimos con el pecado. Este es el amor de Jesús, pero también es el amor del Padre y del Espíritu Santo, es el amor de la Santísima Trinidad.
Contemplando a Jesús y el pesebre, porque por un momento también debemos fijarnos en eso, enseguida se ve cómo el pensamiento de Dios es siempre opuesto al pensamiento del mundo. Para la obra que viene a realizar, la obra de la Redención, nace pobre en medios humanos —podría haber escogido nacer de otra manera—, nace directamente con las necesidades más elementales: el frío, el hambre, un lugar donde estar. Enseguida es visitado por las personas más humildes, los humildes de la época, porque más humildes que los pastores no había nadie. No es visitado por los ricos, por los príncipes, aparte de los Magos que vendrán después. Desde el principio es perseguido, desde el principio está en peligro de muerte. Se puede decir, creo, que decidió entrar en el planeta donde todo estaba en contra de la vida, para que Él, como la Vida que es, con mayúscula, derrotara a la muerte y no renunció a ninguna prueba, es decir, pasó por todas. No renunció a nada, pasó por todos los pasajes, todos. Lo hizo abandonándose a Dios Padre, lo hizo confiando en Dios Padre: aun siendo Dios, necesitaba esto. Y desde el principio, experimenta la providencia de Dios: llegan los Magos, por no mencionar los ángeles que hablan a San José, los sencillos, los pastores, que inmediatamente le ayudaron, le encontraron una casa.
Y aquí notamos un detalle: cuando se acoge esto, como lo hicieron, repito, esta gente sencilla, la vida triunfa; si no se acoge, surgen los miedos. Se despierta en el hombre el miedo a perder lo que tiene, el miedo a lo que no conoce, hasta el punto de tener miedo de un niño. Pensad en lo que hace Herodes: la masacre[1]. ¡Miedo a un niño!
A mí me parece que se podría decir que este miedo tiene raíces profundas: es el miedo a la verdadera vida, la vida que cuestiona todas las seguridades, todas esas realidades que el hombre llama vida. Y nosotros también estamos todavía ahí, ¿eh? Creo que contemplar el belén debería hacernos reflexionar también sobre esto, sobre estos miedos. San Francisco de Asís, sobre esto dice, y lo seguiría diciendo: “El amor no es amado”[2], el amor de Dios que desciende así, que se entrega, no solo no es amado, sino que además asusta, me asusta.
La última vez vimos cómo el problema del hombre para reconciliarse con Dios, a través de Jesucristo, es su cruz, y la clave de esto es el miedo, porque es el arma principal del mal. Él siempre actúa suscitando miedos: miedo al sufrimiento, miedo a lo nuevo, miedo, como dice el Evangelio, preocupados por lo que hemos de comer, por cómo nos vamos a vestir[3], miedo a entrar en la vida tal y como la presenta Dios: déjate amar, abandónate, confía. Miedos que nadie, razonando humanamente, puede discutir, que tienen una base de verdad, que tienen sentido (debo preocuparme por lo que como, por lo que…), pero que se convierten en un fuerte obstáculo cuando falta la fe en la resurrección, cuando falta la fe en la obra misma de Jesús. Espero que se entienda. Está aquí la reconciliación. No es que no deba preocuparme por las cosas de cada día, pero nunca debo perder esta fe en la resurrección; nunca debo perder esta fe que está ahí incluso cuando me llegan las pruebas. Jesús clavó en la cruz todos los miedos, clavó en la cruz todos los pecados, consecuencia de los miedos, pero corresponde a cada uno de nosotros contemplar la cruz y amar ese amor.
Si no haces este paso, la cruz es motivo de escándalo, ¿no?, dice San Pablo: “Escándalo para los judíos, escándalo para los griegos”[4], porque debes contemplar ese amor que es demasiado grande, que te conmueve: ¿cómo ha podido amarme así? Pero contemplando ese amor, reconciliándote con ese amor, Jesús te lleva de nuevo al Padre. Y de ahí, creer que un Dios que ama así, tanto, me llevará siempre más allá. Pero aquí, cada vez —yo lo aconsejo—, toca a nosotros decir: “Yo creo, yo creo que Tú puedes, creo que Tú sabes”. Es necesario decir al menos las palabras la primera vez: “Amo tu cruz” y amo esas cruces que se presentan en forma de cada prueba, y esa cruz, decirlo para luego entrar en ella, es el amor y debe ser amado; el amor debe ser amado. No acabar, como decía: “El amor no es amado”. El amor debe ser amado: “Yo amo tu cruz, la tuya donde Tú estás clavado y la tuya que has previsto para mí”.
Fijaos que el mal siempre intenta presentarte el camino más fácil, la huida, el camino aparentemente más fácil. Digo aparentemente, porque luego, en cambio, ese camino te ata porque los miedos aumentan, te priva de libertad, te esclaviza a una infinidad de cosas, de miedos, de necesidades y te priva de la fuerza que tenemos dentro, la fuerza de la vida, la fuerza del amor. Porque, fijaos que todos hemos sido creados para amar y regocijarnos, y todos tenemos esta fuerza de la vida. Sin esta fuerza ves que realmente los miedos aumentan, las dificultades aumentan, y entonces entras en un vórtice que no es el de la Santísima Trinidad, donde comienzan los estados de ánimo, los sentimientos de culpa, las culpabilizaciones, las depresiones, y te enfermas. Y entonces sí, verdaderamente, la cruz es pesada.
Yo aconsejo, repito, “yo amo tu cruz”, y luego os digo: meditad el “Credo”. Cada frase del Credo aleja el miedo, ¡cada frase! Cada frase abre nuestra alma y orienta nuestra vida hacia la acción de Dios. Cada frase, pronunciada despacio, con calma, con fe, lo mejor que puedo en ese momento, pero dilo: “yo creo”, vence los miedos, porque activa la vida que hay en nuestro interior, la energía primaria que hay dentro de cada uno de nosotros. Entonces, intentad recitarlo despacio, todos los días desde ahora hasta Navidad, y deciros a vosotros mismos: “Yo creo, yo sé que con Jesús también yo venzo al mundo”.
Y de nuevo os bendigo, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
[1] Cfr. Mt 2, 1-18
[2] Cfr. Mensaje de San Francisco del 17 de septiembre de 2012, “El amor puro de Dios”, publicado en este sitio web; y en italiano “L’amore puro di Dio”, en el libro “Verso la Nuova Creazione – vol. III – anno 2012”, pág. 98.
[3] Cfr. Mt 6, 25-34
[4] Cfr. 1 Co 1, 22-25
