Queridísimos lectores:
henos aquí juntos de nuevo. Les auguro un feliz año nuevo, que espero recorreremos juntos paso a paso.
Les propongo un mensaje de Jesús que considero muy fuerte, y que nos induce a reflexionar sobre nuestro modo de vivir y de expresar la fe. Me auguro que les pueda servir en su camino de crecimiento espiritual. Los saludo con afecto y permanezco unida a ustedes en la oración.
MENSAJE DE JESUS DEL 13 de enero de 2011
Los bendigo, hijos míos queridísimos, en el inicio de este nuevo año que abre delante de ustedes como una gran hoja en blanco; permitan que sobre esta hoja, el dedo de Dios escriba otro tramo de la historia de ustedes. Abran su espíritu para recibir todas las gracias que también en este año les serán regaladas, si están dispuestos a caminar conmigo.
Hoy deseo afrontar junto a ustedes un aspecto muy importante para su camino espiritual y para su discernimiento: la relación entre fe y religiosidad. Este aspecto concierne a cada uno de ustedes, y son pocos los que lo consideran; por eso deseo ayudarlos a comprender.
Sobre todo deben entender que la acción del Espíritu Santo, en su espíritu, despierta la imagen de Dios que guardan en ustedes, y alimenta el deseo de conocer a Dios; suscita el amor al Padre y a Mí, y hace nacer en ustedes la necesidad de vivir conforme a las leyes divinas. El Espíritu Santo los lleva gradualmente a percibir la vida trinitaria, que está oculta en cada uno de ustedes como una semilla, destinada a germinar a través de las etapas de su existencia, gracias al calor del amor de Dios.
A todo esto el hombre de buena voluntad responde con la fe, esto es, con un gran acto de fe delante de su Creador, que implica la disponibilidad de estar sometido a Dios para ser guiado por El hacia el bien. La fe encierra la esperanza de aquello que será y todavía no se ve, pero que el creyente percibe como verdadero, cierto y bueno para él. Por eso la fe es sinónimo de certeza.
Desde siempre el hombre ha buscado de expresar su fe de las formas más variadas, según las épocas y los lugares, creyendo así de esta forma ser mejor escuchado por Dios, y manifestarle su fidelidad. Estos modos de expresar la fe constituyen la religiosidad, que está presente en el ser humano como expresión de una necesidad profunda, la de estar en contacto con Dios. Por eso la religiosidad deriva de la fe y es su expresión tangible. Sin embargo no siempre es así. A menudo en efecto la religiosidad esconde un vacío de fe auténtica, hasta resultar una máscara capaz de deformar los rasgos de quien la viste y de corromper la relación entre el hombre y Dios. ¿Les escandaliza esto? Quiero explicarles lo que sucede en muchos de ustedes.
Consideren esto: el hombre se siente pequeño delante de Dios, sabe que no es perfecto; le ocurre que se equivoca frecuentemente y se siente en culpa. Teme el castigo y tiene miedo. Entonces la relación de fe con Dios se resquebraja, y el hombre considera a Dios, ya no como un padre amoroso sino como un juez severo. Se siente de esta forma en el deber de multiplicar sus esfuerzos por complacer a Dios, para aplacar su eventual enojo y se refugia en la religiosidad; y aquí comienzan muchos problemas.
En este caso la religiosidad no es más la expresión de la fe verdadera;.sino la manifestación de una molestia interior frente a la relación con Dios, es decir: exactamente lo contrario de lo que debería ser.
Muchos hombres invocan a Dios movidos por el miedo y por el sentimiento de culpa, que no tienen nada que ver con la fe. Atenaceados por la necesidad de complacer a Dios recitan largas oraciones, practican ayunos y penitencias pero su corazón permanece lleno de miedo. Su espíritu se ahoga en la religiosidad pero ellos no lo entienden. Multiplican las prácticas religiosas, y se dispara en ellos un mecanismo sutil: el miedo los empuja a la religiosidad, que sin embargo no puede resolver el problema del miedo de Dios y del sentimiento de culpa; la fe vacila y ellos resultan todavía más religiosos, sin llegar sin embargo a la verdadera liberación. Así , sucede frecuentemente que, bajo la apariencia de muchos “justos” que rezan sin cesar, se esconden corazones duros, cerrados a la bondad de Dios, incapaces de confiarse a la divina misericordia.
Existen otros que invocan a Dios como Padre, pero no se sienten verdaderos hijos.
Afirman continuamente que son indignos de las gracias, proclaman a todos que son pecadores. También acá se presenta el problema de antes: el hombre no tiene fe en la paternidad de Dios, lo teme porque es omnipotente. En vez de vivir feliz como hijo de Dios, malgasta sus fuerzas tratando de demostrarle a Dios su nulidad, esperando así, enternecerlo con humildad. Pero yo les digo que esta no es humildad verdadera; es servilismo que nace del temor, de la desconfianza sutil, de la falta de conciencia de la propia identidad. La verdadera humildad es la conciencia del propio límite, que va siempre acompañada sin embargo, con la fe en la bondad de Dios, que puede llenar toda laguna, y echarse a la espalda todos los pecados de ustedes. Quien se siente indigno no es un hombre humilde; es simplemente un hombre que no ha descubierto la propia dignidad de hijo de Dios. También en este caso la persona se refugia en una religiosidad que tal vez asuma connotaciones patológicas: oraciones extenuantes, penitencias exageradas, que no resuelven el problema de fondo. Falta la fe, y así falta la percepción de la propia dignidad.
Existe otra forma de religiosidad: la de aquellos que invocan a Dios para complacerse a sí mismos y mostrarse justos delante de los hombres, así como hacían los fariseos. Demoran en hermosas plegarias, hermosas palabras, hermosas citas, y se satisfacen con todo esto. Se acomodan interiormente y se consideran “en su puesto” frente a Dios. Y así como se sienten justos delante de Dios, se sienten justos también delante del prójimo: se hacen jueces de los demás y esperan alabanzas y consideraciones. Su religiosidad encubre ambiciones y pretensiones, no nace de la fe sino del egocentrismo. Estos están tan enamorados de sí mismos que permanecen ciegos a tal forma de no darse siquiera cuenta de lo que sucede en ellos mismos. Alabando a Dios se alaban a si mismos, en una suerte de autocelebración que pone en riesgo su fe. Y de esta forma, bajo las bellas palabras, los rituales y las fórmulas de la religiosidad, se esconden tantos egoístas, los cuales piensan que Dios debería darles las gracias por tantas hermosas plegarias. Falta la fe que lleva a la humildad; falta la fe que es confianza en Dios y no en sí mismos y en la propia justicia.
No son pocos los que invocan a Dios por costumbre, por la educación recibida, por la tradición de los lugares en que viven, porque todos lo hacen y sería inconveniente no hacerlo. Estas personas no se hacen cuestiones sobre su fe; están acostumbrados a ir de mala gana a la iglesia el domingo, a soportar la predicación del sacerdote, a rezar a la mañana y la noche como les enseñó la nonna, no muy distinto a como están acostumbrados a tomar el autobús para ir al trabajo. Todo es gris, chato, sin participación ni alegría interior. La religiosidad de estas personas es como un ornamento que se reviste y se saca según la ocasión; salidos de la iglesia, terminado el rito o la oración, vuelven a su vida de siempre, que no ni siquiera rasguñada por la fe. La presencia de Dios no es advertida; sin embargo rezan, y hasta quizá el párroco los alaba porque están siempre en el primer banco.
Para no hablar de los que se adhieren con entusiasmo a fiestas patronales, organizando banquetes, loterías y luminarias en honor de este o aquel santo, así como lo hacían las generaciones que los han precedido, sin quedar para nada afectados en el nivel interior.
Aquí la religiosidad se mezcla peligrosamente con el espíritu del mundo, y la fe, una vez más se debilita.
En fin, he aquí aquellos que invocan a Dios para resolver sus problemas; son un porcentual muy alto. Todos tienen necesidad de Dios para resolver sus problemas, pero este no debería ser el objetivo principal de la relación de ustedes con Dios, de otro modo la fe se mancha a causa de la preocupación por los afanes de la vida. Las personas de que hablo se sirven de la religiosidad para expresar no ya la fe, sino más bien la necesidad como un fin en si misma. Ruegan para obtener, y sus ofertas presuponen siempre un contracambio. Si Dios no las oye, se rebelan o bien se desilusionan a tal punto de caer en la desesperación. Quieren una cosa, la quieren de inmediato y a su modo, de otra forma Dios no es más Dios. También aquí la religiosidad con sus hermosas formas encubre un gran egoísmo y la pretensión de que Dios actúe bajo órdenes. Es como si ellos rezaran“…Padre… que se haga nuestra voluntad así en la tierra como en el cielo…”
Les he dado algunos ejemplos para ayudarles a comprender cómo fe y religiosidad no siempre andan juntas. ¿Por qué? Y ¿Qué hacer? Volvamos al punto de partida: la fe es la confianza en Dios. Pero también les digo que fe no es una confianza genérica en Dios; sino que es la confianza en el Dios viviente, y en el Dios que salva.
La verdadera fe los lleva a Dios Trino y Uno que es el Dios viviente. Viviente porque es la fuente de la vida, vive en ustedes y a través de ustedes, manifiesta su vida. Si no comprenden que Dios está vivo en el espíritu de ustedes no llegarán ni siquiera a comprender su acción. Dios actúa en ustedes y por ustedes, de eso deben estar seguros. Quien tiene fe no puede considerar la acción de Dios como algo remoto e incierto; ni puede pensar en Dios como en un ser inalcanzable, inmóvil en su perfección, que necesita de continuas invocaciones para moverse a compasión. (1)
No queridos hijos, el Padre los ama con ternura infinita y aún el más pequeño gemido de ustedes no le es indiferente. El me ha enviado a ustedes como Salvador, para estar más cerca de ustedes, para abrirles un camino nuevo sobre el cual puedan caminar, el de la pertenencia a él como verdaderos hijos en su Hijo. Les ha regalado el Espíritu Santo, que tiene el poder de hacer germinar en ustedes la semilla de la santidad, esto es, de la vida nueva, incorrupta, sublime.
Yo he muerto y resucitado para vencer todo aquello que es muerte, en ustedes y torno de ustedes. He muerto y resucitado por ustedes, no por algún otro. Me he hecho el hermano de ustedes, que camina junto a ustedes. ¿Por qué no me sienten cercano?
¿Por qué me buscan en cualquier lugar lejano, mientras, verdaderamente ahora estoy junto a cada uno de ustedes? Estoy vivo en ustedes, soy el Viviente.
Por eso ¿para qué sirven sus largas oraciones, si se dirigen a mí como a una de esas estatuas que besan en sus iglesias, mientras Yo estoy ahí, les paso al lado y no me ven?
La fe les hace ver a Dios vivo, con los ojos de su espíritu, mientras la religiosidad les hace ver solo una linda imagen de Dios. ¿Quieren la imagen o la realidad? Entréguenme su vida, abandónense a mí, y entonces su fe crecerá, llegará a ser fuerte y madura. Acaben con tener en un puño las situaciones, las personas y los problemas; Ustedes no tienen las soluciones, ni las encontrarán multiplicando sus palabras para ser escuchados. Yo los escucho antes de que me hablen, escucho la vida que pulsa en ustedes, porque soy Yo quien les ha dado la vida, y ¿quién los puede conocer mejor que Yo? Yo tengo la solución para todas sus inquietudes, porque Yo los regenero con mi sangre.
La fe es confianza en el Dios que salva. Hijos míos, los veo afanosos en buscar la salvación; los observo resbalarse en el abismo de una religiosidad falsa, fabricada de activismo y de obras humanas; ¡cuántas veces giran sobre ustedes mismos! Recorren kilómetros para visitar santuarios y consultar videntes, después vuelven a casa más vacíos que antes, y más atemorizados. ¿No entendieron todavía lo que hice por ustedes? He muerto en lugar de ustedes para pagar la deuda de ustedes delante del Padre, para reconciliarlos con El. Cuando se sienten en culpa y temen el castigo de Dios; cuando los atormentan los remordimientos, cuando no saben perdonarse ni perdonar, piensen en Mí, piensen en Alguien que ha muerto en lugar de ustedes para permitirles acercarse al Padre sin miedo, sin tormentos. Yo he regalado por ustedes toda mi sangre y ahora, esta sangre los purifica de sus pecados. Mi carne, que no conocía corrupción, fue crucificada para que fuese extirpada la raíz de la corrupción.
Satanás, el verdadero enemigo de ustedes, busca atemorizarlos y los hace sentir culpables. Pero ustedes ¡no teman! Si tienen fe en mí me tienen a mí. Y mientras me tengan tienen la fuerza de la vida, que la muerte no puede vencer. ¿El enemigo los acusa? Búsquenme y Yo lo enfrentaré por ustedes, porque yo ya vencí al Acusador de mis hermanos. Hijos míos, ¡si ustedes comprendieran el amor que tengo por ustedes!
Mi sangre vertida sobre la cruz y mi carne crucificada están delante de ustedes, presentes sobre los altares de la tierra. Pero sin la fe de ustedes, Yo muero solo; pero también ustedes mueren si no están unidos plenamente a Mí.
Vuelvan a la fe verdadera; y cuando se dispongan a rezar o vayan a la Misa, pregúntense con honestidad por qué lo hacen, purifiquen su corazón de las necesidades humanas, de los intereses, de las ambiciones, de los miedos. Pongan delante de Dios sus problemas, déjenselos con serenidad en sus manos.. Levanten una mirada limpia de niños hacia el Dios Viviente que los ama y que los salva, estén contentos de estar con El, ámenlo con sinceridad, ámenlo y basta. Entonces recibirán a cambio su amor, aquel que llena la vida, que no se puede conseguir con los esfuerzos humanos, porque el amor se conquista con amor. Verán desaparecer la falsa religiosidad, que es hipocresía, y alzarse la fe victoriosa: la invocación de mi Nombre será la salvación de ustedes, su gloria, su paz. Entonces, y solo entonces podrán llamarme “Señor, Señor”; y lo seré de verdad. Seré la alegría de sus vidas.
Los bendigo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
(1) He hablado con profundidad sobre la acción de Dios dentro y fuera de nosotros en el libro Reescribir la Historia.- Vol I En el pensamiento de Dios