Queridos lectores:
estamos ya próximos a la Pascua, el gran pasaje de la muerte a la vida que nuestro Señor y Salvador ha cumplido primero que todos, pero que nos espera a cada uno de nosotros. Os auguro, por lo tanto, que entréis con Jesús en la verdadera vida, la de los resucitados en Cristo, que nos vuelve criaturas nuevas, generadas por Dios, no atadas más a las cosas de la tierra, sino orientadas al cielo. Os propongo el mensaje de Jesús de este mes, que subraya justamente la necesidad de ser libres de las expectativas humanas para entrar en el reino de Dios. Las leyes del reino están en contraposición con la lógica del mundo, pero, si son acogidas nos conducen a la verdadera felicidad, aquella que el mundo no puede darnos porque no la conoce. Ruego, por tanto, que se realice la vida de cada uno de vosotros, y que este sea mi augurio para cada uno de vosotros, por una santa Pascua de verdadera resurrección.
MENSAJE DE JESÚS del 12 de abril del 2011
“¡Queridos hijos, alegraos por mi resurrección! Ella es una victoria para cada uno de vosotros; la muerta que os atemoriza, que es el instrumento más poderoso del que se sirve vuestro enemigo, ha sido derrotada. Todavía morís el cuerpo, es verdad, pero en el espíritu podéis ya superar la barrera de la muerte, si permanecéis unidos a mí. En el final de los tiempos, cuando volveré para consolidar mi reino, reduciré a la nada el poder de Satanás. Entonces, aquellos que me han acogido y amado, no serán más tocados por la muerte, no sólo en el espíritu sino tampoco en el cuerpo. Serán transformados y entrarán conmigo en la nueva creación, libres finalmente de la corrupción del pecado y de la muerte.
Todo el universo está en camino hacia esta meta, y cada uno de vosotros, hoy, abre el camino a cuantos vendrán después. El crecimiento en la fe de cada uno refuerza al otro y acelera el proceso de transformación. Es un proceso ya en realización, pero en estos tiempos alcanzará su punto culminante hasta entrar en su total actualización. Esta es una promesa, y sabéis bien que las promesas de Dios no son vacías. No son como las palabras de vuestros gobernantes, que no cumplen nunca lo que prometen. Dios mantiene su palabra y realiza sus planes de forma que muchas veces se os escapan pero que son infalibles, como es infalible la inteligencia de vuestro Creador. Por lo tanto ¡tened fe en mí! Mi muerte y mi resurrección son la garantía de cada promesa divina; de ellas brota un poder infinito que está a vuestra disposición para alimentar todo vuestro ser.
Debéis solamente estar abiertos a mí, deseando con todo el corazón ser transformados. No os preocupéis sobre cómo sucederá o sobre las cosas que debéis hacer. Me corresponde a mí realizar vuestro deseo de cambio, no a vosotros. ¿Qué podréis hacer por vosotros mismos? Es mi Espíritu quien actúa en vosotros, quien plasma exteriormente aquello que es concebido en vosotros según su querer. Si deseáis mi vida, ella os saldrá al encuentro, y veréis realizarse con facilidad aquello que habíais creído; porque en Dios todo ocurre con naturalidad, la vida divina no admite lo forzado, es como un arroyo que corre tranquilo, calma la sed de las criaturas y pule las rocas más duras. Así será vuestra vida en mí si sois una sola cosa con mi Espíritu; seréis un río que lleva vida. ¿Cómo hacerlo? Justamente de esto quiero hablaros.
La creación entera así como vuestra misma vida se apoyan sobre leyes infalibles e inviolables, que son válidas hasta el rincón más remoto del universo. Sobre estas leyes se funda el reino de Dios. Entre ellas, cuatro son de fundamental importancia.
- La primera, que está en la base de las otras, consiste en reconocer a Dios como Creador y Señor, fuente de la vida, de toda inteligencia y fuerza.
- La segunda consiste en reconocer la vida como don supremo de Dios, y por esto sagrada e inviolable desde la concepción, de la cual nadie puede disponer a su placer.
- La tercera os lleva a reconoceros como criaturas necesitadas del amor y de la ayuda de Dios, dispuestas a someterse a la guía de su Espíritu.
- La cuarta, finalmente, os pide entregar la vida a Dios, colocándola en sus manos, para recibir de El la inteligencia, la fuerza, el amor, de modo de resultar instrumentos de Dios y sus colaboradores, para el bien de toda criatura.
La dirección que le deis a vuestra existencia entera deriva de la aceptación o no de las leyes de Dios, y en particular de estas cuatro leyes. Ellas poseen la fuerza para regeneraros continuamente en el espíritu y en cuerpo, y para orientar vuestro espíritu hacia todo aquello que es bueno, noble y justo. Os hacen capaces de conocer y experimentar la vida de Dios en vosotros, de discernir el bien del mal, de ayudar al prójimo, de acoger los impulsos que el Espíritu Santo imprime continuamente en vuestro espíritu, para conduciros a la plena realización de los planes y de los deseos que Dios tiene para vosotros.
Si acogéis estas leyes en vuestro espíritu y deseáis ponerlas en práctica, Dios os dotará de todos los medios para hacerlo; aún las pruebas de la vida, que surgen de la oposición de Satanás a vuestro deseo del bien, no os doblegarán, ni os dañarán. Dios las permitirá sólo en la medida en que sean útiles para reforzaros en vuestros propósitos de amar a Dios y de vivir según sus leyes.
Al revés, si os negáis a acogerlas, deberéis hacerlo todo solos, y daros vuestras leyes, humanas e imperfectas. Vuestro pensamiento estará separado del pensamiento de Dios y el Espíritu Santo no podrá actuar plenamente en vosotros. De esta forma vuestra inteligencia será humana y podrá actuar solo en lo terrenal porque solo esto estará en vuestros intereses. También vuestra fuerza será humana, limitada e incapaz de hacer frente a las muchas dificultades de la vida. Vuestro amor será humano y eso os ocasionará grandes sufrimientos. En efecto, el amor que hay en vosotros si no está alimentado continuamente por el amor de Dios, resulta atadura, posesión, celos, miedo de perder el objeto del deseo; o bien se transforma en aversión, rebelión, resentimiento y venganza. En este caso, la acción del Espíritu Santo que le da equilibrio a vuestro ser está fuertemente limitada y por ende aquello que nace en vosotros es solo confusión e incapacidad de manejar las emociones. Falta también vuestra colaboración a la acción de Dios y por esto vuestra acción es desordenada; vuestro razonamiento incierto y vuestra misma personalidad resulta ambigua y frágil.
Los principios que operan en las leyes divinas os conducen siempre al despojamiento de vosotros mismos, o sea, al progresivo abandono de los criterios egoístas que inspiran la vida humana, y que tienden a lograr el bienestar personal con perjuicio de los demás. La tierra está llena de egoístas que piensan en sí mismos, despreocupados de Dios y del prójimo; los males que causan están bajo vuestros ojos. Muchos piensan que el despojamiento pedido por Dios sea una suerte de censura impuesta por la autoridad divina, algo que limita la personalidad humana impidiéndole expresarse. De aquí nace el ateísmo, como rechazo a reconocer la autoridad de Dios y de someterse a El. Aquellos que lo piensan así, consideran a los creyentes como seres débiles, sometidos, incapaces de un pensamiento propio, y por tanto los últimos de la sociedad, perdedores. Mientras ellos consideran que son los primeros, libres, e independientes de formas de vida que consideran arcaicas y limitantes.
Os quiero decir que las cosas no son así El verdadero creyente es libre, porque Dios no solo respeta, sino que quiere la libertad del hombre; creándolo a su imagen y semejanza El ha querido que el hombre fuese poderoso en el pensar y en el actuar, capaz de estar cara a cara con su Creador y colaborar con El en gobernar el universo.
Aquello que Dios pide es que el hombre renuncie a su interés egoísta que lo lleva a prevaricar y a ser injusto. El hombre está creado para ser justo, no injusto. El hombre justo es aquel que vive en armonía con Dios y es feliz; el injusto es aquel lucha contra las leyes de la vida y queda anulado por el mismo. Cree poder obtener más porque es autónomo y separado de Dios, pero en realidad obtiene mucho menos.
El hombre busca la riqueza por encima de todo y considera que Dios le impide conseguirla. ¡No es así! Dios no condena la riqueza en cuanto tal. Condena la riqueza injusta, conseguida con daño del prójimo, en violación del principio universal de la solidaridad humana, pero esto es bien distinto. Si el hombre está unido a Dios, vive en el respeto de las leyes divinas y se comporta como hermano en sus relaciones con sus semejantes entonces es Dios mismo quien colma de riqueza a un hombre así.
¿En qué consiste la riqueza justa delante de Dios? Consiste en estar unidos a la fuente de toda prosperidad, al Creador, del cual depende la vida misma en todas sus manifestaciones. La riqueza de la que hablo no tiene nada que ver con la cantidad de dinero que tenéis en el bolsillo, o con vuestras cuentas bancarias. La riqueza según Dios es participar en la abundancia de Dios, que es el Señor del universo, el cual distribuye a todos sus hijos todo bien, sin preferencias ni distinciones. Es la seguridad absoluta en los dones de la providencia, que llega puntualmente y llama a la puerta de quien cree. Si le confiáis vuestra vida a Dios, El os la restituirá plena de toda riqueza. No os preocupéis: Dios sabe bien que necesitáis el dinero para vivir; os lo dará si sabéis permanecer separados de toda avidez
Sí, hijos, el verdadero rico delante de Dios es también el verdadero pobre. ¿Qué quiere decir esto? Quiere decir que si verdaderamente confiáis en Dios, cumpliendo vuestro deber con amor y lealtad, seréis colmados de sus bienes, y tendréis siempre de qué vivir, sin afanes , sin tener que extender la mano para cometer injusticias. Dios os dará aquello que es necesario y seréis verdaderamente ricos Y si confiáis solamente en Dios sin llenar el corazón de avaricia y deseo de dinero y de bienes, entonces seréis los verdaderos pobres, aquellos que Dios ama y a quienes pertenece su reino El pobre según Dios, no es un miserable según piensan los hombres: y el rico según Dios, no es un ávido acumulador de bienes, según el razonamiento de los hombres.
La verdadera riqueza y la verdadera pobreza son las dos caras de la misma medalla; la poseen sólo aquellos que saben estar en su lugar delante de Dios, y se sienten los últimos y no los primeros. Cuando os hablo de últimos, ¿pensáis quizá en aquello que piensan los hombres, o sea en aquellos que no cuentan para nada? No, hijitos, los últimos en el pensamiento de Dios, son aquellos que no pretenden poseerlo todo y a todos, no se enorgullecen, no se ponen por encima de los demás. No discuten con Dios; no confían en el poder humano sino que se confían con alegría en Dios, se ponen a su disposición sabiendo que recibirán de El toda la sabiduría, la inteligencia y todo aquello que es necesario para la vida. Estos son los últimos a los ojos de Dios, y cuentan delante de El más que vuestros poderosos, de aquellos que poseen el mundo y son admirados por los hombres, pero no son ricos delante de Dios.
¿Qué cosa os interesa en la vida? ¿Qué cosa desearíais tener? Preguntaos con sinceridad qué habéis colocado en la cima de vuestros pensamientos, observaos y ves si verdaderamente sois ricos así como sois. Valorad si el dinero , los afectos, las cosas que poseéis, el trabajo, tal como lo entendéis, son de verdad aquellas cosas que os hacen felices. Sed honestos con vosotros mismos: si os dais cuenta que no podéis vivir sin esto o aquello, entonces vosotros no sois ni ricos ni pobres según Dios. Entonces interrogaos si Dios es verdaderamente todo para vosotros, si tenéis fe en su bondad. Preguntaos si estáis dispuestos a colaborar activamente con El, colocando en sus manos vuestra inteligencia y vuestras capacidades, o si pensáis que Dios deba ponerse a mirar lo que vosotros hacéis para aprobar o no vuestro trabajo como un empleado que coloca un sello en un documento final.
No, la vida junto a Dios no es pasividad, ni la espera angustiosa de un juicio final. Al contrario, es participación gozosa y viva en la acción del Creador. El no es el juez que absuelve y condena; Dios es el ser amoroso y supremo que da impulso a la vida y la hace fluir en vosotros sin afanes, porque el no conoce afanes. Su amor por vosotros es eterno e inmutable, y se renueva en vosotros día a día, durante todos los años de vuestra vida. Dios os ayuda con su potencia infinita, os guía al bien verdadero y está a vuestro lado en la fatiga del vivir de cada día; os llama en el silencio a encontrarlo, os regala paz y bienestar.
¿Qué necesitáis todavía para ser felices? Os falta zambulliros en el abrazo de Dios Creador; dejando caer de vuestras manos todas las cadenas con las cuales os habéis atado a vosotros mismos y a los demás, en la ciega ilusión de poseer el mundo y de dirigir vuestra vida. Os falta ser los últimos, aquellos que no buscan lo que busca el mundo, porque han encontrado u tesoro más grande: el amor de Dios que ningún dinero puede comprar, pero que es todo lo que precisáis para vivir, porque es de este amor que os llega todo bien.
Entregadme por lo tanto vuestra vida, para que yo la transforme en la potencia de mi Santo Espíritu y se la regale a mi Padre. Sed ricos de mí y pobres del mundo. Sed los últimos, así seréis los primeros, los primeros en comprender los misterios de la vida, los primeros en llegar. ¿a dónde? A la plenitud de la verdadera vida, la de Dios, hecha de amor, de paz, de bondad, la única que vale la pena vivir.
Os bendigo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.