Queridos lectores: en el día en que la familia franciscana celebra la impresión de los estigmas de San Francisco de Asís, este gran santo nos ha hablado del amor puro de Dios en el mensaje que leeréis.
El amor puro desciende de Dios y El lo regala generosamente. Es el verdadero y único amor que da vida a la creación entera y nos hace hijos de Dios. Todos nosotros sentimos el ardiente deseo de ser amados y de amar con este amor, pero no siempre lo logramos. Cuando falta el amor puro en nosotros se produce en nuestra vida un gran vacío, un vacío que buscamos llenar humanamente de diversos modos sin sentirnos nunca satisfechos.
Todos estamos llamados a descubrir este amor, si lo queremos, porque el ya está dentro nuestro como una semilla. Dios desea que lo descubramos, y no pone obstáculos entre nosotros y su amor; somos nosotros los que los ponemos cuando alimentamos nuestro egoísmo y nuestras pretensiones.
San Francisco nos habla de su experiencia terrenal, del descubrimiento del amor puro que consideraba el tesoro escondido, y que marcó su camino de hombre y de creyente hasta transformarlo en un Alter Cristus, o sea, otro Cristo sobre la Tierra, que llevó en su carne la imagen del Amado, crucificado por amor.
San Francisco nos recuerda que el amor puro es la más sublime ley del Espíritu; por esto considero que este mensaje se conecta muy bíen con el mensaje del Espíritu Santo del 12 de setiembre de 2012, que habla justamente de las leyes del Espíritu. Diría que las palabras de San Francisco concretizan el mensaje del Espíritu Santo, porque el amor de Dios es cercano a todos nosotros, al individuo como a la pareja, a una comunidad consagrada, como a toda la humanidad íntegra.
Dejémonos guiar también nosotros en este descubrimiento que puede cambiar nuestra vida, con la ayuda de San Francisco y de todos los santos que a lo largo de la historia han acogido y amado el amor de Dios, amando al prójimo con el mismo amor.
Os bendigo y ruego junto a vosotros. El Señor os de paz.
Stefania Caterina
Mensaje de San Francisco de Asís del 17 de setiembre de 2012-
“Os bendigo hermanos míos muy queridos. Quisiera deciros esto: recordad que la ley suprema del Espíritu es el amor puro. Dios nos ama con su amor puro y nosotros estamos obligados a amarnos con ese mismo amor: un amor espiritual, desinteresado, que no desea poseer nada y a nadie, que no busca retribución. Esta es la ley más importante; sin ella no estáis en condición de comprender la cruz y la resurrección de Jesucristo, ni podéis ser íntegros y vivir en comunión.
El amor puro es la primera ley que desciende de Dios. Todos estáis llamados a descubrir el amor puro.
He sido llamado “Alter Cristus”, o sea otro Cristo; y lo fui verdaderamente porque he encontrado el amor puro. Este es el tesoro oculto del que hablaba: el amor puro de Dios.
He llegado a comprender con qué amor me ha amado Dios. Cuando comprendí esto profundamente, me sentí acogido, perdonado y comencé a amar con el mismo amor puro. (1)
El amor puro desciende de Dios y vive en cada hijo de Dios. Este amor está en la base de la entrega de vosotros mismos, porque sin amor puro no es posible ofrecerse a Dios. Por esto muchas personas entienden con gran dificultad qué quiere decir entregar la vida a Dios, aunque con las palabras proclamen haberse entregado a Él: en ellos falta el amor puro. El hombre, por sí mismo, no puede entregarse en sacrificio; ni siquiera puede ofrecer un sacrificio agradable a Dios si su corazón está lleno de ambiciones, de pretensiones, de intereses, aún espirituales, como el de salvarse a sí mismo, o de poner en paz su conciencia. También estos son intereses.
El amor puro está desnudo, no tiene nada, como Jesús sobre la cruz. Estáis llamados a encontrar este amor y podéis encontrarlo sólo en la unión total con Cristo. Sólo El os comunica el amor puro y os lo hace comprender en toda su profundidad. Sólo cuando lo hayáis acogido y comprendido, comenzaréis a amar con el mismo amor con el que os sentís amados.
Primeramente el amor puro os llevará a entregaros a Dios. De aquí brotará también vuestra integridad. Efectivamente, si el amor es puro será pura también vuestra entrega; automáticamente nace la integridad de vuestra persona, porque el amor de Dios comienza a actuar en vuestra profundidad y os vuelve íntegros, rechazando el mal de vosotros. El amor puro, en fin, os llevará a vivir en comunión los demás. Donde no hay amor puro no hay verdadera comunión, sino solamente un lazo basado sobre intereses, que no tienen nada que ver con la comunión en Dios
Podéis entonces entender lo que sucede entre los hombres, y hasta entre los cristianos: a menudo falta el amor puro y por consiguiente falta la comunión. Las personas se relacionan entre ellas por interés o por necesidad. Ha llegado el momento en el que el pueblo de Dios es llamado a descubrir el amor puro; sin el, toda doctrina, por más santa que sea, cualquier obra, cualquier predicación, corren el riesgo de ser inútiles, porque no producen fruto.
La nueva creación tendrá sus fundamentos en el amor puro de Dios. Las criaturas no serán renovadas mágicamente, ni mediante una intervención unilateral de Dios, sino por el amor puro que vivirá en el pueblo de Dios. Este amor aniquilará el mal y llevará a la humanidad entera a ser una nueva humanidad, preparada para la nueva creación. Todos los santos están empeñados en rezar por los instrumentos extraordinarios de este tiempo, y para que todo el pueblo de Dios descubra el amor puro de Dios.
El hombre egoísta tiene miedo al amor puro, porque este amor no le deja lugar al egoísmo. Si no se llega al amor puro, aún en la vida espiritual, no se llega a nada, no obstante las hermosas palabras y las hermosas obras que no siempre testimonian el amor de Dios: cada plegaria, cada palabra, cada acción no deberían ser otra cosa que amor puro, vivo y operante a través de quienes lo acogen. Si no actuáis movidos por el amor puro y sin otro interés que el expandir este amor, toda acción permanece confinada en sí misma, aunque esté hecha en nombre de Dios.
Dios desea que descubráis en vosotros su amor puro; lo desea todo el Paraíso. Nadie, sin embargo, puede ayudaros en esta búsqueda, si no queréis sinceramente encontrar y vivir el amor de Dios, si no estáis dispuestos a estar cara a cara con este amor en vuestro espíritu. Sin vuestro deseo sincero, ni las plegarias de los santos pueden ayudaros.
El camino que debéis recorrer sobre la Tierra y que es también la ayuda que podéis hacer a los demás es este: poneos delante de Dios con una sincera apertura de espíritu para recibir de El el amor puro. Dios es discreto: no impone un regalo a quienes no lo desean. Dios no irrumpe nunca por la fuerza dentro del alma, ni siquiera con su amor.
Permanece en la puerta y llama; (2) si le abrís os comunica su amor.
El amor puro de Dios da la vida a toda la creación; por esto os dije que la primera ley del Espíritu es el amor. La ley del amor es esta: Dios nos ha amado y nosotros estamos llamados a amar a Dios, a nosotros mismos y al prójimo con el mismo amor. Es una ley universal que gobierna la creación entera y rige en todo el universo; esta misma ley gobernará la creación nueva.
Todo fluye del amor de Dios, de aquel Amor que brotó de la cruz para todos nosotros. Estamos llamados a h hacer lo mismo. En mi vida terrena a menudo he llorado porque veía que el amor de Dios no era amado por los hombres. Sentía en mí un inmenso dolor, porque el rechazo del amor puro por parte de los demás provoca siempre un dolor en quien desea vivir y comunicar ese amor. He comprendido que los hombres y a menudo también mis hermanos pretendían llenar la ausencia del amor puro con otras cosas: reglas, estructuras, sistemas, etc. Sucede lo mismo hoy en día; la sublime ley del amor es sustituída por otras leyes, dictadas por intereses, egoísmos, miedos. También hoy el amor de Dios no es amado; también hoy muchos santos sufren por este rechazo tal como sufría yo. Amar a Dios, a si mismo y al prójimo con el mismo amor con que se es amado por Dios. Esta es la ley suprema que los hombres tratan de anular por medio de preceptos humanos que no tienen ningún valor delante de Dios.
Mi dolor no era rabia o desilusión: era el celo por la casa de Dios; estaba escandalizado del rechazo de los hombres de acoger el amor puro.
Al mismo tiempo, sin embargo, tenía siempre delante de los ojos a Jesús que caminaba al Calvario, oprimido por el sufrimiento, burlado, insultado, incomprendido. Entendía que el amor puro había actuado en Jesús incondicionalmente, libremente, aún cuando estaba clavado en la cruz, incapaz de mover siquiera el dedo de una mano.
Mis ojos estaban fijos sobre el Hijo de Dios crucificado por los pecados de los hombres, no me cansaba de meditar en su Pasión, para penetrar en el misterio de un amor tan grande. Finalmente comprendí que cada hombre está llamado a acoger el amor de Cristo y a sublimarlo, a potenciarlo mediante la cruz. La cruz no tendría ningún sentido para el hombre y tampoco lo habría tenido para Jesús si él no hubiese elevado a su máxima potencia su amor por los hombres mediante el sufrimiento de la cruz. El amor puro de Cristo se ha sublimado en el sufrimiento, así como en la potencia de los milagros o en el triunfo de la resurrección porque actúa siempre y en todas partes.
El amor de Dios actúa en cada uno de vosotros, en cualquier situación, en los sucesos afortunados como en el infortunio, en la fuerza como en la debilidad, cuando sois admirados o calumniados. El amor de Dios es la manifestación más grande de su potencia, que no conoce obstáculos.
¡El amor puro de Dios sea el faro que ilumina vuestra vida! No quedéis defraudados por las personas, por sus limitaciones o sus pecados; ofrecedle cada dolor a Dios y dejad que su amor puro os colme y os inflame. En cada prueba, no separéis los ojos de la cruz del Señor, y ella actuará con potencia; tornará sublime vuestro amor, lo purificará siempre más, hasta que cada dolor, ofrecido sobre la cruz de Cristo se transformará en amor que redime y que resurge más fuerte en cada prueba. Este es el amor que ha inflamado mi vida terrena y que arde todavía en mi espíritu; es el amor que me ha transformado en el Amado: los estigmas que recibí en mi cuerpo eran sólo la imagen exterior de mi unión con Cristo crucificado. El amor que he querido dar a los hombres sobre la Tierra, a mis hermanos y todos los pobres que recurrían a mí buscando luz y socorro no era otro que el amor sublime de Cristo. Desde lo alto de la cruz Jesús miró a su Madre, a Juan, a las mujeres, al ladrón arrepentido y a sus torturadores con el mismo amor puro. Es el mismo amor con que mira a cada uno de vosotros.
Por eso, queridos hermanos, recordad que el sufrimiento ofrecido a Dios resulta un regalo precioso para vuestra santificación y para la salvación de muchos. Sobre la Tierra el sufrimiento está por todos lados y es de tal manera grande que frecuentemente aniquila al hombre. Dios no querría todo esto, pero la humanidad fría e insensible al amor de Dios, alejada de su Creador genera en sí misma el sufrimiento, lo guarda en su seno y lo engendra a cada instante. Vosotros que creéis en Cristo tenéis su amor en vosotros, tenéis la potencia de su cruz que es símbolo de salvación y de victoria sobre el mal en todo el universo. ¡Poned en acción esta potencia y veréis grandes frutos en vosotros y alrededor de vosotros!
Los hijos de Dios sobre la Tierra se encuentran viviendo en un ambiente hostil a Dios y sufren; pero pueden tornar sublime su sufrimiento y transformarlo en amor que redime.
Esta es una perla preciosa que los verdaderos cristianos de la Tierra ofrecen a su Señor y que el universo admira. En efecto, las humanidades del universo fieles a Dios admiran a cuantos sobre la Tierra ofrecen su vida a Dios, siguiendo a Jesucristo, que se ha inmolado aquí.
A lo largo de los siglos, muchos hijos de Dios sobre este planeta han recorrido el camino de Jesús hasta el final, sublimando el amor de Dios a través de la cruz. Yo mismo he recorrido esta senda, aprendiendo a volver sublime el dolor por medio de la cruz de Cristo crucificado. No olvidéis que la cruz de por sí no tendría ningún valor sin Jesús crucificado; por eso, sobre cada una de vuestras cruces buscad a Jesús, porque Él está sobre cada una de vuestras cruces y las transforma en resurrección si sabéis estar unidos a Él.
Si sobre la Tierra no existiese el pecado, el amor puro de Dios podría fluir libremente en cada hombre y entre todos los hombres; el hombre estaría al lado del Creador para gobernar la Creación, tal como habría debido ser desde un principio. La situación de la Tierra, en cambio, es grave, porque el pecado reina en el corazón de muchos hombres.
Sin embargo, en esta situación opera el Sacrificio de Cristo que vuelve sublime el sufrimiento de la Tierra, lo eleva al Padre en el Espíritu Santo. De este modo, Dios aniquila la corrupción y conduce la humanidad a la nueva creación.
La humanidad entera deberá recorrer el camino que Jesús ha recorrido, purificándose del pecado por medio de la cruz a fin de llegar a la resurrección. La nueva creación será la resurrección de todo el género humano; el triunfo del Hijo de Dios que ofrecerá la creación entera al Padre, en el Espíritu Santo y se someterá a El. En Jesucristo, todos los hijos de Dios y la creación misma triunfarán, porque el hombre triunfa cuando se somete a Dios. La sumisión a Dios no es servilismo ni esclavitud, porque Dios no domina sino que gobierna con amor y conduce al hombre por el camino de la felicidad.
Este es el espíritu que he vivido, el espíritu del Franciscanismo: desear y acoger el amor puro de Dios; vivir en el amor puro, que no busca nada para sí mismo; amar con este amor a todas las criaturas; dejarse transformar por el amor en el Amado.
De aquí provienen la alegría perfecta y la altísima pobreza.
Deseo que todos vosotros lleguéis a vivir así, que encontréis el amor puro de Dios y lo custodiéis como el tesoro precioso. Por esto ruego por vosotros, hermanos míos muy queridos, junto a Santa Clara y a todos los santos nacidos en el seno del Franciscanismo y os bendigo en el Nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”.
(1)-cfr. 1 Cor.13, 1-13
(2)-cfr. Ap.3, 20
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